El mundo se va a acabar en pocos días, así que antes de morir pulverizado, carbonizado, ahogado, decapitado, entubado o como sea que los Mayas lo hayan previsto; he decidido confesar mis culpas y morir en paz. No para llegar al cielo con las once mil vírgenes, sino para tratar de quedar más abajito, con los íncubos. También acepto quedar en el limbo pero eso sí, bien acompañado, ojalá hagan casting o al menos me dejen escoger.
Debo ser sincero, no profeso religión alguna, no sé cómo funcionan las confesiones, nunca he estado en una, ni sé qué es lo que hacen cura y penitente dentro de esas cabinas cerradas, aunque sí me baso en las lecturas que hice del Decameron, puedo imaginarme bastantes situaciones comprometedoras.
El invierno no ha terminado de llegar, aunque el otoño tiene ganas de irse hace varias semanas, he sobrevivido invicto (o casi) a la batalla declarada por el hielo de las aceras, nunca había sentido un odio tan fuerte hacia mi. No ha sido un combate justo, mi herida de guerra fue una rodilla maltratada, eso sí mi orgullo también quedó mal herido, de hecho hasta alcanzó a terminar arrastrado por el piso, resbalándose sobre las calles heladas. Tengo que aceptar que debe hacer parte de los gajes de mi nuevo oficio como recién llegado a un país con temporadas.
Tenía cuatro o cinco años cuando cometí mi primer crimen. Fue un crimen de guerra, tomé por rehen algo que no me pertenecia. Me robé un botón, sí, un botón, de hecho era una especie de sobrebotón, algo así como un botón gigante de metal y adornado con piedras de colores, que sirve para cubrir algún otro botón más sencillo y ordinario.
Supongo que en mi inocencia parecía una especie de nave espacial encerrada dentro de un mostrador. No recuerdo bien pero lo tomé con cuidado, lo guardé en mi bolsillo y seguí como si nada hubiera pasado. Era un héroe por intentar salvar tripulación y nave. Estaba seguro que construirían estatuas y grandes monumentos en mi honor dentro de su minúsculo planeta distante. Tambien escribirían historias contando la manera en que los ayudé a regresar y hasta me ofrecerían viajar con ellos para ser adorado como un dios.
La fantasia no duró mucho tiempo, al momento de pagar y de la manera menos sutil posible, una de las vendedoras se acercó a mi mamá para decirle que si no pagaba el botón me iban a llevar a la cárcel. Pasaría mi infancia dentro de un reformatorio de menores, cumpliría mi pena con honor y saldría luego de varios años lleno de tatuajes y tratando de reconstruir mi vida.
La amenaza de cárcel, a pesar de ser un poco exagerada, cumplió su cometido de hacer que mi madre pagara por el botón que yo llevaba en el bolsillo. Si no estoy mal fueron ochocientos pesos, creo que en esos años el pasaje en bus costaba al rededor de setecientos pesos o menos, así que podemos decir que le pagamos el pasaje al botón, sí pagamos, me gustaba hablar en primera persona del plural porque así hablan los reyes y de héroe a rey sólo me vendría faltando la corona.
Al final nadie salió de la nave, el botón siguió siendo botón incluso ante la amenaza de sumergirlo en el tanque del agua. Si no estoy mal el botón reposa en el tarro de botones junto a mis dientes de leche. Así pues, mis esperanzas de convertirme en un héroe se perdieron en el tiempo y no conseguí que construyeran un monumento en mi honor.
Luego de haber compartido mis culpas, me siento ligero y tranquilo, ahora sí que se venga el acabose con toda y que nos destruya, si el mundo se acaba el viernes, nos vemos en el infierno o bueno, en el cielo… si no se acaba nos vemos luego, quién sabe cuándo, tal vez otro día en que yo amanezca con ganas de escribir y de contar algo o puede que sea más bien el día en que alguien quiera leerme para saber qué es eso que escribo. Eso sí, todo ésto, teniendo en cuenta que sobreviva a mi archienemigo escondido en las calles de la ciudad