Llevo todo el día pensando en el por qué de un título así, y aunque me he reventado la cabeza tratando de atar cabos, aún no llego a una solución. Hace dos años escribí un artículo acerca de mi experiencia como inmigrante en Canadá, mi proceso de adaptación y mi punto de vista con respecto a la discriminación.
Hoy decidí desenterrar el texto, que finalmente no fue publicado, con tan mala suerte que el único rastro que me quedaba de su existencia es un vinculo roto. No recuerdo qué decía el artículo, no tengo idea de por qué lo escribí en Pages y menos aún de por qué lo borré de iCloud. El caso es que ya no existe y yo me quedé con la duda de qué podría haber dicho y por qué lo había llamado de una manera tan particular.
Como la nostalgia está de moda y andan haciendo remake y continuación de cuanta cosa uno recuerde, así sea medianamente. Decidí hacer una entrada como homenaje al artículo perdido y de paso a las mencionadas paletas de leche.
Leche, algo de azúcar y un palito de madera, en eso consistían las paletas de leche que preparaba a manera de helado casero durante mi infancia. Era cuestión de poner la mezcla durante un par de horas en el congelador y listo. ¿Quién dijo Creppes & Waffles?
Llegué a Montreal en primavera, me sorprendió bastante el verde particular de los arboles reviviendo todos al mismo tiempo y prácticamente de un dia para otro. Absolutamente todo era diferente, el idioma, la cultura, el clima, la gente.
El primer invierno fue una experiencia emocionante, llena de anticipación y asombro. El frío, la nieve, el hielo. Caminar sin rumbo por el viejo puerto y escuchar “Faltan cinco pa’ las doce” sonando en los altavoces de la avenida. Una situación bastante extraña y que hace parte de ese realismo mágico que tienen las nuevas experiencias. Lo extraño no es que sea una canción que identifico con el fin de año en Colombia o que sea una canción en español sonando en plena via publica de una provincia francesa. Lo extraño para mí, era escucharla a principios de diciembre en lugar del último día del año.
Todo al principio es bueno. La novedad y la curiosidad se mezclaban matizando y adornando las experiencias. Nada comparable con el segundo invierno que ya comenzaba a fastidiar. Los charcos de nieve derretida convertida en fango, el hielo escondido que amenazaba la integridad de los huesos, el frío que se colaba en los lugares más recónditos de mi existencia. Eso y la sensación en las piernas de ser mordido por una jauría de perros cuando la temperatura bajaba de los menos veinte. El viento que no refrescaba sino que congelaba, los días cada vez más cortos gracias a la falta de luz y un sol que no calentaba por mucho que se esforzara por salir. Prácticamente al invierno le falta menos que un cambio de consonante para ser infierno.
No sólo los ogros y las cebollas tienen capas, también las personas que quieren sobrevivir al invierno. Aprendí a sobre-vestirme pare disimular el frío, capas y capas de ropa que se añadían o se restaban dependiendo de la clemencia del clima. Sumado a eso, tenía las botas y la chaqueta que eran, al menos, dos tallas más grandes. No precisamente porque yo fuera a crecer y tuviera miedo de perder la inversión sino porque cuando uno no sabe, uno es una pelota que se deja llevar por lo que dicen los vendedores. Me dijeron que tenía que usar dos tallas más grandes para que el pie respirara, para que me cupieran las medias de lana y también para que se creara una capa de aire que me calentaría los pies. El resultado fue que los pies me quedaron del tamaño de un transatlántico y caminar se me hacía un tanto difícil. Había nacido la versión moderna de Herman Munster.
Ya van cinco inviernos y aún no me termino de acostumbrar. Todavía odio la ciudad y me pregunto qué hago aquí cada vez que las orejas y/o los cachetes me duelen por estar al contacto con el aire o cuando siento que se me congelan las manos o, en su defecto, los dedos de los pies. Lo importante es que he sobrevivido y he logrado adaptarme, ya no uso las botas y la chaqueta gigante. Ya aprendí a sortear el resbaladizo hielo y a evitar los charcos. El miedo al frío se transformó en respeto. Y el odio a la ciudad en amor cuando el clima comienza a calentar y la gente empieza a salir con cara de felicidad a la calle.
La temperatura mínima de las neveras es de unos cero grados, mientras que en la parte del congelador vendría siendo de unos menos veinte. La temperatura mínima que he sentido en la calle ha sido de menos cuarenta, aunque podría ser aún más baja porque hay que sumarle el viento. Un par de horas a menos veinte convertía mi mezcla en refrescantes paletas de leche, así que no sería tan descabellado decir si un día me descuido, esta ciudad podría convertirme en una paleta humana.